Hay días que huyo de mí. Me hablo en heridas aún curando y las vuelvo a abrir. Le grito a los brotes que van creciendo poco a poco porque se dejan ahogar entre las malas hierbas, porque no son más fuertes ni más altos. Las miro a ellas, puntiagudas, alargadas, dibujando formas complicadas y atractivas, contorsionándose de una forma que hasta duele ver. Esbeltas y de colores dorados visten todo lo que la vista alcanza y más. Los mismos dedos que han hundido en mí, profundas, abarcan incluso aquello que no pueden ver, aquello que no pueden tocar porque simplemente no es. La luz traicionera las ha alimentado y las baña con tonos que las hace lucir valiosas, imponentes, eternas. La luz hace demasiado ruido.
La puerta
Una vez más, ahí está ella y aquí estoy yo. La observo desde una distancia no demasiado segura, sentada sobre la cama y con el cuaderno sobre las piernas mientras escribo estas palabras. Daría igual que me levantase, despejase todo lo que hay en la silla a mi izquierda, acercase ésta al escritorio y escribiese desde allí. También daría igual si me cambiase de habitación, es más, daría igual que me cambiase incluso de piso. Da igual cuántos kilómetros y cuántas horas ponga ent re ella y yo, da igual cuántas excusas encuentre y da igual si son o no ciertas: la puerta seguirá ahí. Todos los caminos que pueda tomar me llevan siempre a ella, por mucho que se alejen, por muy intrincados que sean y por distinto que sea el ánimo que me haga compañía durante el trayecto —siempre van a parar a ella. No es una puerta especialmente llamativa, aunque por algún motivo las bisagras están algo vencidas y eso provoca que la puerta no pueda cerrarse del todo. A pesar de eso sigue siendo im...
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